Golpe de estado en Venezuela | El Nuevo Siglo
Viernes, 31 de Marzo de 2017

La anulación de una rama del poder público por parte de otra, sea cual sea la razón que se aduzca, es una ruptura de los principios básicos de la democracia. Esa es una premisa inapelable. Y cuando ese atentado contra la separación de poderes es cohonestado por el gobierno de turno, sea cual sea el país o la ideología que este profese, lo que se está constituyendo es una dictadura. Y eso, precisamente, es lo que ayer pasó en Venezuela cuando el Tribunal Supremo de Justicia (TSJ) decidió asumir las funciones de la Asamblea Nacional Legislativa, con la abierta complacencia e instigación del poder Ejecutivo, en cabeza del presidente Nicolás Maduro. Fue, entonces, un claro golpe de estado perpetrado por los poderes Judicial y Ejecutivo, chavistas hasta la médula, contra el Legislativo, de tendencia opositora. 

Un golpe de estado que se venía preparando desde diciembre de 2015, cuando la Mesa de la Unidad Democrática (MUD), que reúne a los partidos contradictores del chavismo, ganó las elecciones parlamentarias y asumió el dominio de la Asamblea Nacional luego de 17 años en manos del oficialismo. Desde ese mismo momento fue evidente que el Tribunal Supremo y el Palacio de Miraflores empezaron a desarrollar una estrategia para anular el poder Legislativo. Una estrategia que comenzó con impugnar la elección y posesión de tres diputados del estado Amazonas y a partir de ese caso montar toda una estratagema institucional para declarar en desacato a la Asamblea y desconocer todas sus decisiones y funciones.

Una estrategia en la que se ha acudido a todas las trapisondas posibles: ahogo presupuestal a los legisladores, intimidaciones y agresiones físicas, judicialización de varios diputados por causas penales peregrinas, retiro de investiduras y fueros, desconocimiento de citaciones a altos funcionarios, adopción de normas legales por la vía del decreto presidencial, limitación de viajes al exterior, maniobras para ilegalizar los partidos que eligieron a los parlamentarios opositores así como la manipulación abierta y evidente de las autoridades electorales para dilatar la convocatoria de un referendo revocatorio contra Maduro, llegando incluso al extremo de aplazar el calendario de los comicios… 

A todo ello se sumó que el propio Maduro ya había llegado al extremo de rendir cuentas ante los magistrados del Tribunal y con la anuencia de estos se inventó un mecanismo para que le aprobaran el presupuesto, le validaran la declaratoria de un estado de excepción y de emergencia económica así como otras normas legales que eran de exclusiva competencia de la Asamblea Nacional, según la propia y amañada ‘constitución bolivariana’. 

Las últimas dos movidas en ese ‘libreto’ del golpe de estado en Venezuela se dieron precisamente esta semana. En primer lugar, el Tribunal les quitó el fuero parlamentario a los integrantes de la Asamblea, dejándolos así expuestos a ser encausados penalmente hasta por delitos de traición a la patria. Y después de ello vino la estocada final a lo poco que sobrevivía del sistema democrático en Venezuela: la asunción de poderes legislativos por parte del Tribunal, cesando a la Asamblea Nacional de su función natural.

Queda claro, entonces, que el golpe de estado no fue una medida improvisada ni de última hora o forzada por el desespero del régimen chavista ante la evidencia incontrastable de su derrumbe político, económico, social e institucional. Todo lo contrario, fue una estrategia planificada paso a paso que ayer tuvo su punto final.

La democracia, entonces, se rompió en Venezuela y ante ello la Organización de Estados Americanos (OEA), máximo ente continental, debe proceder de inmediato a aplicar la Carta Democrática al gobierno Maduro y suspender a ese país de la institución. En plena segunda década del siglo XXI los regímenes dictatoriales son intolerables e inaguantables. La comunidad internacional, con la ONU a la cabeza, tienen que reaccionar con drasticidad y prontitud. La pasividad con que hasta ahora se ha actuado frente a Caracas y su sistemática violación de las garantías fundamentales debe acabar. Es imposible reconocer vocería o legitimidad alguna a Maduro y compañía. No se trata ya aquí del dilema en torno a cuál vía privilegiar para facilitar un diálogo Gobierno-oposición en Venezuela. Este era viable sólo en el marco de la supervivencia del sistema democrático, por más debilitado que estuviera. Ahora no hay tal: hubo una ruptura institucional orquestada por los poderes Judicial y Ejecutivo, y en ese marco no hay mediación nacional o internacional posible. Cualquier gestión que se haga sin antes haber reinstalado el poder Legislativo rayaría en la complicidad con un régimen dictatorial. Respetando los  principios de soberanía y no intervención, bases del derecho público global, le llegó a la comunidad internacional la hora de tomar decisiones frente a Venezuela. No hacerlo sólo abriría paso a un baño de sangre en ese país.