El reto de la centro-derecha | El Nuevo Siglo
Miércoles, 1 de Marzo de 2017

No es secreto, en Colombia, que la mayoría del país se sitúa del centro hacia la derecha. Y que en ese espectro gravitan los partidos políticos mayoritarios en relación con las demás fuerzas parlamentarias. El problema radica, sin embargo, en que cada uno de ellos prefiere su propia enseña antes que alinderarse dentro de la causa común que los anima: el orden, la institucionalidad, la ética, el desarrollo con equidad social, el respaldo a la Fuerza Pública, la defensa de la soberanía frente a fallos injustos, un Estado pequeño y eficiente, y tasas tributarias que permitan la competitividad, la productividad y la creación de empleo.

Colombia requiere, con urgencia, recuperar la confianza en las instituciones. Cualquier encuesta que se tome al azar demuestra, ante todo, que se sufre un agudo proceso de decadencia donde ya no solo el Legislativo sale mal librado ante la ciudadanía, como era lo usual, sino que ahora comparte las malas calificaciones con el descrédito del Ejecutivo y de la rama Judicial. Semejante explosión de desconfianza, en los aspectos clave de la Constitución, son sintomáticos del fracaso estatal de los tiempos recientes. Y es mejor denunciar tan grave fenómeno en vez de guardar la cabeza como el avestruz.

El fortalecimiento de las instituciones significa, en primer lugar, que puedan operar. Se hace mal, por ejemplo, con el punible ayuntamiento existente entre el Gobierno y los parlamentarios para repartir las migajas del presupuesto público y hacer oídos sordos a la corrupción. Los llamados “cupos indicativos” son parte de ello y la revivificación de los auxilios parlamentarios por la puerta de atrás. Es posible, claro está, que los congresistas, con la avenencia gubernamental, puedan tener incidencia sobre partidas presupuestales determinadas en favor de municipios y regiones. Lo que es intolerable es que ello sea, más bien, la correa de transmisión de contrataciones a dedo en alcaldías y gobernaciones para repartirse la torta con los parlamentarios y sus testaferros locales e inclusive nacionales, como está demostrándose en el caso Odebrecht. Ahora, por ejemplo, las partidas para la ciencia y la tecnología se han cambiado, en una suma de un billón y medio de pesos, para las denominadas “vías terciarias”, nombre tras el cual se esconden, en realidad, los contratos para las próximas elecciones parlamentarias. Y así van pasando las cosas, con el consabido fomento del sórdido trasfondo.

Pero el entramado de la desconfianza institucional va mucho más allá porque finalmente el ciudadano tiene la certeza de que el Estado no funciona y nunca funcionará. Y eso, por supuesto, es una tragedia para cualquier país. En estos días, precisamente, una prestigiosa publicación conservadora de los Estados Unidos hizo una encuesta para medir el grado de confiabilidad de los norteamericanos en sus instituciones. El rubro sigue siendo muy alto, en algunos casos trascendiendo el noventa por ciento de favorabilidad, mientras que un ejercicio similar en Colombia, por su parte y según puede constatarse de todos los sondeos, tiene respuestas por debajo del 30 por ciento y en algunos casos demuestran índices tan supremamente negativos que de inmediato dan a entender una debacle del Estado en su conjunto.

Cuando las instituciones fallan de semejante manera, es decir, cuando no responden a los anhelos ciudadanos, ni sirven de referente axiomático para mantener el orden y orientar la vida colectiva hacia el bien común, surge el populismo. Así ocurrió, ciertamente, con la caída de la República de Weimar, en Alemania, y el auge del nacional-socialismo que llevó a la hecatombe de la Segunda Guerra Mundial. Y no se trata, como ahora se usa decir, de que ello sea producto del ambiguo concepto de la “posverdad”, que no es más que el argumento defensivo de quienes perdieron, entre los políticos y la prensa, las recientes elecciones en los Estados Unidos. Allí, como se dijo, las instituciones rigen a plenitud y con plena confianza ciudadana.

La centro-derecha colombiana tiene, bajo las condiciones en que está el país, que asentar una ideología, por fuera de las banderías, cuyo propósito sea el de la reorientación nacional. No se trata, desde luego, de incurrir en los gritos en que están cayendo ciertos sectores de izquierda para camuflar su minusvalía proselitista y proponer cualquier salida populista de último cuño. Tampoco, a contrario sensu, de evadir las realidades y hacer como si todo estuviera bien. Basta, como se dijo, con mirar el desencanto ciudadano para corroborar el delicado estado de la nación con respecto a sus referentes institucionales.

Para recuperar el tono, la centro-derecha, ajena al abismo populista, tiene, con serenidad y rigor, que ofrecer un programa conjunto que, ante todo, recupere la institucionalidad. Como se ve, no es un problema de banderías. Es un tema, aquí y ahora, de sentido común.