Democracia y justicia | El Nuevo Siglo
Viernes, 24 de Marzo de 2017

Muchos creemos que el concepto de justicia es inherente a la especie humana, aunque no pocos tengan este concepto borroso, por decir lo menos. No hay cultura donde no exista un concepto de qué es bueno y de qué es malo y de que lo malo debe ser castigado. Podríamos decir hay una percepción básica de la ética y de la justicia en todo grupo humano. Originalmente la justicia la mantenía el grupo social primitivo, la tribu, hoy es el Estado. Cuando lo malo va tomando la delantera sobre lo bueno, el grupo social comienza a desintegrarse hasta que desaparece o hasta cuando una revolución, pacífica o no, comienza a restablecer el orden ético.

Una mirada a la historia basta para cerciorarnos de esta verdad. Entre más pronto comience este movimiento para restablecer la ética y la ley (la justicia) a su predominio, menos traumatismo social. Ahora bien, Colombia está en un proceso de descomposición social, lento pero continuo. Cada vez, con mayor frecuencia, se viola la ley impunemente y la ética parece, para muchos, quedar solo como un principio religioso. El afán desmedido de lucro y la violencia parecerían ser medios válidos para un número creciente de ciudadanos, sin que el Estado demuestre voluntad para restaurar el orden social. Si el raponero, el secuestrador, el extorsionista, el terrorista, los estafadores, los delincuentes de cuello blanco, no reciben castigo, sea por ineficiencia de la justicia o porque el Gobierno considera justificado asegurarles impunidad, los malhechores se estimulan en sus fechorías y la ciudadanía pierde credibilidad en la justicia y por ende en el Gobierno.

Así se configura una situación propicia para que los enemigos del Estado, en nuestro caso de la democracia, recogiendo el malestar de las gentes, traten de remplazar al Gobierno en funciones con otro afín a sus objetivos. En una democracia funcional, unas elecciones limpias son el mecanismo adecuado para ese cambio de Gobierno, pero cuando el Ejecutivo llega a controlar a los otros dos órganos cardinales del sistema, el judicial y el legislativo, la democracia pierde elementos esenciales. Deja de ser democracia para convertirse en autocracia, en dictadura, pues la democracia, para ser tal, necesita el contrapeso de las otras dos ramas del poder público.

Es fue lo que pasó en Venezuela y en Cuba, lo que está sucediendo en Rusia y ahora en Turquía. Esto, en menor grado, nos está aconteciendo en Colombia, con el control del Gobierno actual sobre las altas cortes y sobre el Congreso. El peligro más cercano es que surja un populista, de izquierda o de derecha, con el empuje suficiente, para que nos conduzca al abismo. Populistas fueron Hitler, Lenín, Chávez y lo es Trump. Le estamos preparando el terreno.