Un país de violencias cruzadas | El Nuevo Siglo
Jueves, 23 de Febrero de 2017

Tras el incremento en los asesinatos, atentados o amenazas a líderes sociales, reclamantes de tierras y activistas de derechos humanos en Colombia, lo peor que puede pasar es que todo termine en un interminable cruce de acusaciones y cuotas de responsabilidad entre el Gobierno, las Farc en trance de desmovilización y distintos sectores del país. Tampoco ayuda mucho quedarse en el rifirrafe sobre la veracidad de las distintas cifras de víctimas que manejan las entidades oficiales, ONGs e instituciones internacionales. Y menos aún enfrascarse en una desgastante discusión sobre si los móviles de los crímenes se pueden situar como casos de violencia política, hechos relacionados con el conflicto armado o acciones típicas de la delincuencia común u organizada.

Todas esas polémicas no contribuyen a concretar lo verdaderamente importante: encontrar y judicializar a quienes están detrás de esta racha de muertes, ataques e intimidaciones. Para alcanzar ese objetivo es necesario partir de tres premisas básicas. La primera es un análisis objetivo de los hechos que rodearon cada crimen, la caracterización de la víctima y la identificación de los factores de riesgo asociados a su actividad y asuntos personales. Solo en la medida en que se avance en estos elementos se podrá determinar, comprobadamente, si se trata o no de una agresión sistemática contra defensores de derechos humanos, líderes de movimientos sociales, organizaciones de víctimas y desplazados… Toda conclusión que se saque a priori resulta subjetiva y enreda sustancialmente el esclarecimiento de esta grave problemática. 

De lo avanzado hasta el momento en las investigaciones se ha podido determinar que los móviles e incluso autores materiales e intelectuales de muchos de estos crímenes no tienen relación entre sí y priman más los asuntos de índole local o limitada. Por ejemplo, algunos asesinatos o atentados tendrían relación con acciones retaliatorias de carteles de minería ilegal contra quienes denuncian sus operaciones ilícitas y el grave impacto ambiental. En otros la principal hipótesis se dirige a que los crímenes buscan intimidar a quienes reclaman fincas arrebatadas años atrás a sangre y fuego por paramilitares, guerrilla, carteles del narcotráfico y otras organizaciones violentas. También se ha detectado que facciones del Eln o las bandas criminales apuntan sus armas contra líderes comunitarios y sociales de determinadas regiones con el fin de sembrar temor en los habitantes de áreas dejadas libres por las Farc pero que no han sido retomadas rápida y efectivamente por la Fuerza Pública. Aunque en menor número, también habría varios casos en donde las muertes y ataques tuvieron origen en problemas de índole personal de las víctimas o hasta por casos de intolerancia. Visto todo ello, hablar de una cadena sistemática de asesinatos, como parte de una estrategia criminal de amplio espectro, como la que diezmó a la Unión Patriótica décadas atrás, resulta no sólo arriesgado sino irresponsable.

Pero el que no haya pruebas de una acción sistemática de ataques a líderes sociales, defensores de derechos humanos, militantes de izquierda y reclamantes de tierra, no hace menos grave la racha de muertes, que solo el año pasado habría dejado más de 80 víctimas y medio centenar de atentados. Por ello la segunda premisa para enfrentar esta problemática debe enfocarse en identificar y proteger a posibles nuevas víctimas y para ello debe ayudar el estudio de caracterización, perfil y factores de riesgo de los ya asesinados y atacados. Una protección que no se limita sólo a preservar la integridad física de líderes y activistas, sino que debe ir acompañada de toda la oferta de apoyo institucional que ayude a concretar las causas de estos y neutralizar cualquier oposición violenta o delincuencial. Esto es clave, por ejemplo, para los procesos de restitución de tierras.

Y, en tercer lugar, debe entenderse que por más que se haya firmado un acuerdo de paz entre el Gobierno y las Farc, este por sí solo no puede aclimatar automáticamente un clima de concordia en cada rincón del país. Lamentablemente Colombia sufre un cúmulo de violencias cruzadas, de distinta índole y motivación, que están vigentes y operativas, trátese de delincuencia común u organizada o de facciones radicales de extrema derecha o izquierda. Hay que redoblar la lucha contra todos estos actores criminales, bajo la premisa de que solo cuando el Estado, con su legitimidad, comience a imperar en todo el territorio, la tranquilidad y la convivencia pacíficas empezarán a concretarse gradualmente. No puede el país retroceder a infaustas épocas en donde el asesinato de los activistas puso al país en la ‘lista negra’ a nivel internacional. El Estado tiene la capacidad para imponerse y debe hacerlo.