La reconciliación a medias en Suráfrica | El Nuevo Siglo
Foto Pablo Uribe
Domingo, 14 de Enero de 2018
Pablo Uribe Ruan @UribeRuan
Esta es la historia de tres hombres surafricanos. Uno es negro, otro de color (mestizo) y el otro es blanco. Desde sus diferentes universos narran las dificultades del post-Apartheid, donde la raza y las diferencias económicas siguen vigentes. Reportaje

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Bhuzi, un guía negro  y carismático, siempre iba los domingos a ver el aterrizaje de las avionetas de los blancos en la pista de Sobie, un pueblo al norte de Suráfrica. Escondido entre los arbustos, acomodaba su cuerpo de niño con sigilo y observaba el humo que salía de las ruedas de las llantas del avión, hasta que era descubierto por la policía del Apartheid, que lo obligaba a correr hacia su casa.   

Cuando pasa frente a su casa en Sobie, hecha de hojalata, en medio de las canciones de Miriam Makeba -explosión de sonidos ancestrales zulú-, a Bhuzi le patina la voz al ver las otras casas, mejor edificadas,  donde vivían blancos y gente de color (coloured).

-“Poco ha cambiado”-, me dice.

Cada pueblo, condado o ciudad de Suráfrica aún tiene marcada la división que creó el Apartheid. Las casas de los coloured -mestizos: entre blancos, malayos, indios, indonesios, negros-, están bien construidas, pero carecen de pintura y mantenimiento; al lado derecho, están, organizadas, pintadas y algunas veces rodeadas de vallas de seguridad, las de los blancos; y a la izquierda, se levanta la mayoría, como en la que creció Bhuzi: tejas, y, si acaso, un pedazo de madera.

En 1948, el Partido Nacional surafricano impuso el sistema de segregación, Apartheid,  que terminó en 1994. Con medidas como la “Ley del Pase” (law pass) y la “Ley de Áreas Grupales”, se dividió a los surafricanos en cuatro razas: blancos, de color, asiáticos y nativos. Los tres últimos debían portar un documento que las autoridades pedían hasta para ir al baño; si no lo tenía a la mano, eran detenidos, torturados o desaparecidos.

Shipo, Gughuletu y Langa

Gordo, campechano y de frases cortas, Shipo, un activista negro que fue torturado por las fuerzas de seguridad del Apartheid, me espera en Mzoli´s, un popular restaurante en el barrio más pobre de Ciudad del Cabo: Gugulethu.

Parlantes picó gigantes, como los de la Boquilla en Cartagena, retumban con música angoleña de fondo. Huele a carne asada. Una señal de que este sitio, en medio de casas de barro de 5x5 metros, es visitado por la gente poderosa del barrio; la carne de res siempre ha sido un privilegio, dice Marvin Harris, y más en África.

-En los setentas, fui arrestado. Estuve en prisión y fui torturado en mis pies. En 1985 viajé a Francia exiliado y volví en los noventas-, me dice Shipo, quien, poco a poco, va subiendo el tono de voz, angustiado, cuando relata los tiempo de la segregación.  

A Gugulethu y a Langa, barrio que le sigue, fueron enviados miles de negros desplazados de sus casas en Windermere-Kensimgton, Ciudad del Cabo, como parte de las políticas segregacionistas del régimen. Otros fueron trasladados a “tierras nativas”, pequeñas extensiones ubicadas en las fronteras, como Transkei, la más conocida de 11, según el Centro para la Memoria Popular de la Universidad de Ciudad del Cabo.

En ese lugar, abajo de Mozambique, se impuso un modelo conocido como el Bantustán: un jefe negro, asociado con el Apartheid, gobernaba a los miembros de la etnia xhosa. No todos, sin embargo, fueron expulsados a ese territorio, que en los años noventa fue atacado por paramilitares blancos. Shipo, Nazim, un taxista de color,  y sus amigos vivieron la segregación en la periferia de la ciudad. Un lugar en el que, tal vez, se sobrevivía más de cerca con las injusticias del sistema.

En medio de las protestas, en 1976, la policía entró al barrio y mató a decenas de personas. Shipo fue detenido y torturado en sus pies. Salió de la cárcel, pero no dejó de ser el puente entre la insurgencia del ANC (partido anti apartheid) y los vendedores de armas internacionales para ayudar a su líder, Suliman “Babla” Salojee.

-En los noventas todo el mundo estaba armado. Estábamos al borde de la guerra civil-, cuenta y enfatiza que, de no haber sido liberado Mandela, en septiembre de 1990, un enfrentamiento armado se habría presentado, inminentemente.  

Y la reconciliación, a medias

Llevo más de ocho días en Suráfrica y nunca he oído la palabra reconciliación. Dicen que este país, que se estudia como ejemplo de justicia transicional, es un referente de mediano éxito en el mundo. Sin embargo, cada vez que Shipo y  Nazim hablan, que Alberto, un conductor de origen portugués, prefiere callar, o que Jaco, un activista afrikáner, se manifiesta con vehemencia, me doy cuenta que los surafricanos enterraron un pasado, pero las heridas siguen abiertas.

Con su taxi, Nazim, un hombre regordete con ojos claros y facciones indias, ha logrado salir adelante en los tiempos del post-Apartheid. Fue, igual que Shipo, un activista, pero a favor de los derechos de la comunidad de color.

-En el Apartheid, queríamos tener los derechos de los blancos. Ahora, queremos los de los negros. Siempre hemos estado en el medio-, dice, en medio de una sonora carcajada.

africa

La rabia hace que sus ojos se cierren cada vez que habla del tema. Una vez fue detenido dos años por lanzar una piedra. Antes, su abuelo fue desplazado del mítico “Distrito Seis”, un barrio demolido donde confluían todas las razas, lo que explica Mathew, un guía, como un acto para borrar los sellos del “multiculturalismo” en Suráfrica.

“Distrito Seis fue un lugar cosmopolita. Todos nos juntábamos -alemanes, negros, indonesios, malayos, irlandeses, como mi abuelo. Teníamos una muy buena relación”, cuenta un testimonio, de la Sra. Rt., recogido en el libro “Comunidades perdidas, recuerdos vivientes”.

Cada vez que Shipo y  Nazim hablan, que Alberto, un conductor de origen portugués, prefiere callar, o que Jaco, un activista afrikáner, se manifiesta con vehemencia, me doy cuenta que los surafricanos enterraron un pasado, pero las heridas siguen abiertas.

Nazim no ha recibido nada por la demolición de la casa de su abuelo. “Mi hermano, no tengo el título. Así no puedo hacer nada”, me dice. La restitución de la casa de su familia, sin embargo, no es lo que lo enfurece.

-Tú perdonas, pero no te dan la posibilidad de olvidar. Los líderes del Apartheid nunca pidieron perdón-, relata.

En cambio, Shipo cree que la reconciliación fue individual, no general, como debió haber sido. Algunos blancos pidieron perdón e, incluso, estuvieron en contra del sistema. Pero muchos, no tuvieron un gesto de reconciliación verdadero. “Ellos dejaron las heridas abiertas”.

La poca verdad

Habitante de los suburbios de Ciudad del Cabo, a este exactivista  le molesta en particular el desconocimiento de los crímenes cometidos por los paramilitares del régimen, la Boeremag.

En Vertersdorp, suroccidente de Suráfrica, las fuerzas irregulares del Apartheid tenían miles de hombres entrenados por Eugene Terre Blanche, un radical de derecha que fue asesinado en 2012. En los ochentas, la Boeremag  intentó invadir Transkie, donde fueron enviados algunos miembros de la etnia xhosa,  para que vivieran apartados de los blancos en una región inhóspita.

Como parte de la transición a la democracia, en 1995 la Comisión de la Verdad y la Reconciliación fue la encargada de investigar la violencia durante el Apartheid. Dirigida por  Desmond Tutu, premio Nobel de la Paz, se amnistió a todos aquellos que confesaran sus crímenes, siempre y cuando no fueran “desproporcionadamente” atroces.

En largas audiencias, transmitidas en la televisión pública, la mayoría de oficiales blancos de medio y bajo rango en la policía y el ejército tomaron la posición del último presidente del Apartheid, Frederick De Klerk: negar el conocimiento de asesinatos y torturas. Al final, este terminó reconociendo los crímenes, por la presión de Tutu y Mandela.

-La mayoría de gente no quería verlos en la televisión por sus mentiras. Quería a los peces gordos. Y casi todos se fueron-, cuenta Nazim.

Ludevicus

En el fondo, el problema de Suráfrica ha sido la tierra. En 1652, los primeros colonos holandeses, convertidos después en afrikáners, llegaron cargados de vacas, técnicas agrícolas y el Viejo Testamento. Desde entonces, han creído que han sido favorecidos por Dios para conquistar esta tierra.

Esta idea está insertada en el ADN de la mayoría de afrikáners. La mezcla entre tierra y calvinismo parece perfecta e inamovible. James A. Michener, en la novela histórica The Covenant  (La alianza), narra cómo durante el dominio inglés nunca hubo consenso sobre la tierra, en parte, porque los afrikáners -calificados de manera peyorativa como Boers- siempre defendieron que por mandato divino, como dice Ludevicus (texto sagrado), la tierra les pertenece a ellos.

Son blancos, pero entre ingleses y afrikáners hay numerosas diferencias. Los vestigios de la organización territorial del Apartheid en ciudades como Stellenbosch y Simon´s Town son iguales -están divididas en tres-, pero la manera de construir, su cultura y sus aproximaciones son radicalmente distintas.

A 20 minutos de Ciudad del Cabo, queda Stellenbosch, una población mediana donde viven los afrikáners más poderosos y queda la mejor universidad del país. Rodeada de viñedos, fincas y montañas con praderas quemadas por el verano, la gente, en su mayoría blanca, camina con tranquilidad, en medio de una arquitectura ecléctica entre cottages suizos y casas flamencas.

En ubicación y ambiente, las diferencias son notorias con Simon´s Town, un enclave que sirvió como puerto de la gran armada del imperio británico. A una hora del Cabo, aquí hay pubs, pescado y papas fritas. Parece cualquier ciudad costera de Inglaterra. Y, las personas son más bajas y menos serias.  

africa

Tierra

Desde que llegó la democracia, en 1994, el gobierno ha intentado redistribuir la tierra concentrada en las manos de descendientes ingleses y holandeses; o, de africanos blancos, porque llevan más de tres siglos en el continente.

Miles de personas han sido restituidas, pero el universo de víctimas, que cubre desde 1913, es cercano a los 4 millones, según el Centro para la Memoria Popular de la Universidad de Ciudad del Cabo.

Algunos, sin embargo, dicen que el Apartheid político se ha ido, pero el económico persiste. Las diferencias materiales, a pesar de las reiteradas políticas a favor de los negros, los de color y los asiáticos, son notables y crecen en medio de una tasa de desempleo del 28%.

“La política sí ha cambiado muchísimo en Suráfrica. Hay un gran enfoque en las poblaciones negras. Pero esa reconciliación no viene sin reconciliación económica”, explica Lloyd Belton, historiador e investigador político.

Jaco

No todos piensan que el país, pese a sus problemas, está mejor que antes. Jaco Prins, un activista a favor de los derechos de los afrikáners, critica las políticas contra los blancos que implementa Jacob Zuma, presidente de Suráfrica.

-La gente está siendo perseguida y discriminada por su raza e idioma de una manera absolutamente vergonzante. Suráfrica está atrapada en una dictadura y anarquía de un gobierno de mayoría étnica-, dice.

Una parte de la población blanca surafricana cree que el gobierno sistemáticamente ha aprobado leyes para desfavorecer su acceso al trabajo y la educación.

-Tenemos más de 100 leyes contra o que regulan el empleo de personas blancas en Sudáfrica. En los últimos 2 años hemos perdido todas nuestras 4 universidades Afrikáans-, dice Prins.

Orgulloso de sus orígenes, Jaco está convencido que la idea de un desarrollo separado entre razas “no fue mala”, pero el problema es que los negros empezaron a llegar a las zonas blancas “en busca de oportunidades”.

Este activista afrikáner considera que hubo una reconciliación mínima entre blancos y otras razas después del Apartheid. Pero se ha ido degradando por la violencia contra las minorías blancas. “Se les culpa por todos los males” y el gobierno no hace nada para evitar “el racismo contra los blancos”.

En la Suráfrica de 2018, Jaco, Shipo y Nazim -blanco, negro y de color- viven realidades distintas. Uno es activista, otro jubilado y otro taxista. Todos, sin embargo, coinciden en que la reconciliación racial, mostrada como exitosa en el mundo, pasa por un momento difícil. Pero, al menos, Nazim “vive en libertad”.

 

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