EU: superpotencia exclusiva | El Nuevo Siglo
Sábado, 21 de Enero de 2017

A partir de este momento comenzará a saberse la realidad de lo que es Donald Trump. Ya no habrá tiempo para análisis reiterativos sobre si el nuevo presidente de los Estados Unidos es simplemente un magnate, un nacionalista irresponsable y si en verdad es un demagogo redomado. Es la hora de salir de las teorías, de la retórica y de ver cómo se pone en práctica una plataforma que generó una gran polarización tanto interna como externa y terminó imponiéndose, por la voluntad popular, ante la sorpresa e incluso la furia de los que querían el statu quo representado en Hillary Clinton y la mullida placidez del partido Demócrata.  

Pero ese no es el interrogante principal. La incógnita radica, más bien, en cómo aplicará Trump el poder. Muchos creyeron que, desde que ganó las elecciones hasta el día de la posesión, Trump cambiaría de programa y se presentaría como la mansa paloma que, de algún modo, fue Barack Obama y que en cierta manera permitió el desbarajuste geopolítico mundial. Por supuesto, Obama fue un hombre decente, bien intencionado y con ánimo asertivo. No obstante, en  ciertas ocasiones se estrelló contra las realidades circundantes fruto de alguna candidez permanente en su forma de enfocar los problemas. De hecho, el mundo no es hoy necesariamente mejor que cuando tomó el mando. Las encuestas reconocen, sin embargo, su esfuerzo y sale con el aprecio de una porción mayoritaria de la población. Un gigantesco activo político puesto que los demócratas no tienen ninguna figura alternativa y de prestigio hacia el futuro, salvo su esposa Michelle. Lo cual señala de antemano que, en los próximos cuatro años, la pareja será el eje anti-Trump, siguiendo los pasos de Bill y Hillary Clinton en las últimas décadas.   

Obama representó, por su parte, lo que se conoce como el “poder blando”. En cambio, Trump representa o quiere representar exactamente lo contrario. Y en todos sus ademanes se denota una determinada propensión a sentirse poderoso. Basta con observar su mentón de emperador romano que, por lo demás, ya muchos asocian con el de Mussolini. No ocurría ello desde las épocas del primer Roosevelt y más atrás, de Andrew Jackson. La ostentación del poder no es ciertamente usual en los presidentes norteamericanos. Por ejemplo, a George W. Bush le tocó generar una imagen de poderoso que, sin embargo, nunca fue creíble y tuvo que suplantar con grandes dosis de poderío. Lo que, por supuesto, no es lo mismo. En cambio, Ronald Reagan nunca hizo gala de ello porque su imagen de hombre poderoso era connatural a su talante sereno. Eso le permitió, verbi gracia, que con solo anunciar una utopía, como la “guerra de las galaxias”, la Unión Soviética se viniera a pique. Al contrario, un presidente con la menor imagen de poderoso, como Harry Truman, fue quien detonó la bomba atómica sobre Hiroshima y Nagasaki. Nadie lo hubiera dicho de un personaje aparentemente anodino que prefería la tranquilidad de su provincia.

A diferencia de lo anterior, a Donald Trump le gusta el poder. No se haría él, por supuesto, la pregunta tan cacareada en Colombia y expuesta en su momento por Darío Echandía: ¿Y el poder para qué? Trump ha contestado que quiere el poder para poner a los Estados Unidos de primero. Y esa fue la voluntad de las mayorías silenciosas que lo acompañaron contra todos los pronósticos y el atrincheramiento de un establecimiento que quedó tendido en la lona. Como lo hizo notar en su discurso de posesión, se trata de una alianza con la clase obrera, con el estadounidense de clase media, con quienes creen en la familia tradicional y con el trabajo como eje fundamental de la estructura social.

Ya se sabe, además, que Trump comienza su mandato con el poder inmenso de contar con las mayorías en el Senado, la Cámara de Representantes, las gobernaciones y las legislaturas regionales. Y a ello quiere sumar el enorme poder de comprometer a la empresa privada norteamericana, la más exitosa del mundo, en sus propósitos gubernamentales, como muy pocas veces había sucedido en el país del norte. Antes de posesionarse ya dio pasos en ese sentido y como se conoce de memoria ese tinglado a no dudarlo será una novedad un presidente norteamericano dedicado a unir lo público y lo privado, sobre la base de que para ello es indispensable, en primer lugar, la seguridad. Esa es, ciertamente, la lectura de su gabinete.

Pero Trump, aunque así se piense a primera vista, no será un aislacionista por centrar su atención en el interior de los Estados Unidos. Por el contrario, está claro que ya dividió el escenario mundial en varias ligas. Y en las grandes solo estará su país al lado de China y Rusia. De ahí para abajo vendrán varios escalafones, muy lejos del primero y sin mayor sensibilidad multilateral. Trump cree, en esa escenificación, que China no tiene la capacidad política para liderar al mundo y que Rusia carece de facultades económicas para hacerlo. De modo que Estados Unidos, para Trump, está llamada a ser la única superpotencia del orbe en los tiempos contemporáneos. ¿Lo logrará en la gigantesca dimensión que pretende? Amanecerá y veremos…