Estado no debe pagar campañas electorales | El Nuevo Siglo
Viernes, 20 de Enero de 2017

En medio de la indignación nacional por los nuevos escándalos de corrupción en el país, especialmente por  el caso de los sobornos de la multinacional Odebrecht, se han empezado a escuchar múltiples propuestas sobre cómo enfrentar un flagelo que, al decir de los propios entes de control, mueve más de 20 billones de pesos al año. 

Las ideas van desde nuevas leyes y reformas constitucionales hasta referendos y consultas populares. Unas urgen aumentar drásticamente las penas por los delitos contra la administración pública así como restringir la posibilidad de que los implicados y condenados reciban beneficios penales y penitenciarios. Otras sugieren vetarles la opción de acogerse al principio de oportunidad cuando confiesen  sus crímenes y delaten a sus cómplices. Igualmente se revivió la propuesta de que los familiares de los sentenciados por esta causa no puedan tampoco contratar con el Estado ni desempeñar funciones oficiales. Hasta se plantea crear cárceles de extrema seguridad para recluir a todos los corruptos  o proceder a su masiva extradición…

Muchas de estas propuestas no tienen mayor viabilidad, ya sea porque son redundantes con la legislación vigente o porque violan principios básicos de la justicia como el debido proceso y la proporcionalidad entre la gravedad del delito y la respectiva pena.

El Gobierno tampoco ha sido ajeno al alud de nuevas fórmulas para combatir la corrupción. Por ejemplo, durante la instalación de la Misión Electoral Especial, creada a instancias del acuerdo de paz con las Farc, planteó la posibilidad de que el Estado financie el 100 por ciento las campañas electorales durante los próximos ocho años, aludiendo que por esa vía se eliminaría el riesgo de corrupción y de injerencia indebida entre dirigentes políticos y contratistas del sector privado.

El debate en torno a cómo financiar las campañas electorales es de vieja data. En algunas naciones en donde estas son sufragadas totalmente por el Estado se escuchan quejas de una lesiva injerencia oficial en la actividad proselitista, pero así mismo en donde los costos en que incurren los candidatos son pagados por particulares se alega que los elegidos terminan tomando medidas a favor de quienes los apoyaron económicamente. Como si fuera poco, en países, como Colombia, en donde el sistema es mixto, es decir que el Estado sufraga una parte de los gastos proselitistas y los particulares también pueden aportar a las campañas, igual existe una permanente discusión sobre las ventajas y desventajas de este mecanismo.

Lo cierto es que la financiación estatal de las campañas no es la solución ni la panacea contra la corrupción. Todo lo contrario, lo que llevaría es a restringir aún más el ya escaso control que tienen las autoridades electorales sobre los gastos de los candidatos, con base en los estados contables que entregan sobre qué dineros recibieron y cómo lo invirtieron. Además sería un acto de ingenuidad desconocer que muchos aspirantes a cargos de elección popular reciben ríos de recursos por debajo de la mesa, incluso para compra de votos, que obviamente no declaran ante el Consejo Nacional Electoral. Por más que el Estado sufrague la totalidad de los gastos proselitistas, esta perversa situación no va a desaparecer.

De otro lado, no se entiende cómo se plantea que la nación asuma el costo millonario de los gastos de las campañas, cuando precisamente el país atraviesa por una crisis fiscal que llevó a la aprobación de una drástica reforma tributaria que recién entró en vigencia.

Y, por último, habría una distorsión democrática, pues muchas personas que no tienen ningún tipo de arrastre ni apoyo ciudadano se lanzarían a postularse a cuanto cargo de elección popular haya, con el único fin de ganar algún tipo de notoriedad pública, a sabiendas de que su aventura política la paga el Estado y, por su intermedio, todos los colombianos.  

Acabar con la complicidad entre políticos y empresarios corruptos no se logra poniendo al Estado a pagar las campañas electorales. La clave está en que los entes de control y las instancias de vigilancia en las instituciones públicas y empresas privadas cumplan con su deber de transparencia y honestidad. Hay ya una extensa legislación vigente para castigar a quienes esquilman el erario y recuperar lo robado. Lo que hay es que aplicarla con prontitud, eficacia y drasticidad. Esa es la fórmula, tan simple como contundente.

En medio de todos estos escándalos lo que debe imperar es la aplicación del ley en lugar de distraerse con propuestas anticorrupción inviables o que terminan siendo un remedio peor que la enfermedad.