Corrupción: delito de lesa patria | El Nuevo Siglo
Martes, 17 de Enero de 2017

La ética es el requisito primordial en la administración del Estado. Cualquier acción en contrario erosiona irremediablemente el motivo de su existencia y altera la confianza de los ciudadanos en los propósitos que encarna. En ese sentido, el Estado se debe prioritariamente a la delegación que el pueblo hace a un grupo considerable de personas, conocido como burocracia, para que lleven a cabo los fines estatales esenciales y se consolide el bien común.

Estos fines esenciales comienzan, desde luego, por el servicio a la comunidad, precepto que señala textualmente la Constitución en su artículo segundo como razón de ser y objeto público básico. Sin el debido servicio comunitario, con la responsabilidad y el honor que significa servir a los demás, la estructura se viene al piso y las atribuciones pierden total vigencia. Es lo que está ocurriendo, con la corrupción, dejando al Estado en un entredicho deplorable.

La corrupción actúa, acorde con lo anterior, en sendos niveles. El primero dentro de la órbita directa, es decir, afectando la institución que se ve corrompida por la acción del burócrata que convierte el despacho en una madriguera desde la cual derivar coimas y convertir la preminencia estatal en un trampolín para zambullirse en el saqueo. Como tal es un enemigo y un traidor a la propia entidad que dice representar. Basta con mirar el purulento caso de Odebrecht para observar como la ANI, creada contra el hedor que se originaba en las actuaciones del INCO, se ha visto lesivamente afectada en su credibilidad. Quizá poner toda la contratación bajo sospecha sería un despropósito. Pero, desde luego, la dimensión de lo hasta ahora conocido, en consonancia con otras perlas denunciadas por la Contraloría como Reficar o similares, ha llevado al pasmo general.

El Estatuto Anticorrupción trajo algunos avances en la materia. Sea la ocasión, ciertamente, para ponerlo decididamente en práctica contra la locomotora corrupta de Odebretch, nada menos que una organización internacional que tenía, al mismo nivel de otras vicepresidencias adscritas a la presidencia, una amplia unidad facultada y dedicada a comprar servidores públicos por el mundo. Lo cual demuestra que la corrupción no era una contingencia sino una práctica formal y rutinaria. Una cueva de Alí Baba con sus ladrones diseminados por el orbe, con Colombia de punto focal desde hace tiempo. En efecto, no solo una persona jurídica non grata, para los colombianos, sino cuya lesión enorme sobre el Estado nacional va mucho más allá de los once millones de dólares de retorno por el cohecho.

De otra parte, un solo caso de corrupción en una entidad lleva automáticamente a un nivel superior. Es decir, la erosión estatal general. Como en los delitos de lesa humanidad, donde uno solo de ellos afecta la totalidad de los seres humanos, así también con los delitos contra el servicio público por cuanto comprometen la buena marcha del Estado como organismo sistemático y unitario, fundamentado en el servicio a la comunidad. Además, si esos delitos se comprueban en todos los escenarios estatales, nacionales, regionales y locales, todavía peor. Que es precisamente lo que se ve a diario en Colombia. Cualquiera sea el delito, sin embargo, el resultado es el mismo: el atentado contra el Estado Social de Derecho y los fines públicos esenciales, para los cuales están instituidas, única y exclusivamente, las autoridades.

En tal sentido, es posible que la corrupción, en sus diferentes facetas, deba ser castigada inicialmente de acuerdo con los diversos tipos penales en los que cae el malandro disfrazado de servidor público. Pero adicionalmente, dentro de lo aquí expuesto en el otro nivel, es decir, el atentado contra el servicio a la comunidad y los fines esenciales del Estado, también ellos deben ser penados por conductas de lesa patria. Porque muchas veces la opinión pública se confunde en los laberintos de lo que significa el prevaricato, el cohecho, el soborno o el concierto para delinquir, entre tantos tipos penales. Y lo que más interesa para enfrentar la corrupción es el castigo a la traición a la ciudadanía y al propio Estado, que deben ser, ambos, tutelados de forma general, drástica  y consecuente.

Instituir el delito de corrupción como de lesa patria, con todas sus características y consecuencias, es un imperativo. Solo así el Estado dejará de ser la plácida madriguera en que se ha convertido.