"Así viví el tiroteo en aeropuerto de Fort Lauderdale" | El Nuevo Siglo
Foto Agence France Press
Sábado, 14 de Enero de 2017
Andrés Molano

Nadie  está nunca suficientemente preparado para enfrentar la violencia súbita, el impulso asesino y destructor que irrumpe de la nada en la vida cotidiana y la revela en toda su fragilidad.  Esa violencia, venga de donde provenga, que al mismo tiempo pone en evidencia los límites de la capacidad del Estado para proteger a los ciudadanos frente al envite de amenazas y riesgos casi siempre inventariados, pero no por ello más anticipables ni más fácilmente gestionados.

 

Tal es el caso del terrorismo.  La mayor parte de las veces, los ataques terroristas son episodios de la crónica de una tragedia anunciada.  Hay países que, conscientes de su vulnerabilidad particular frente al terrorismo, adoptan medidas tanto preventivas como represivas, y refuerzan sus dispositivos de inteligencia y preparación.  Pero aunque la mayor parte de las veces tengan éxito en su cometido, siempre queda una grieta por la que el terrorismo se escurre.  No existe la seguridad absoluta ni la protección total.  Ningún monitoreo ni seguimiento es ciento por ciento exitoso.  No se puede proteger a todo el mundo a toda hora, ni vigilar a sospechosos y potenciales transgresores permanentemente y de manera indefinida. 

 

Lo que se dice del terrorismo es válido también para otras formas de violencia súbita indiscriminada y masiva, que también producen un miedo pasmoso aunque carezcan de su talante esencialmente político.  Paradójicamente, al tiempo que este tipo de eventos provoca pánico y conmoción, hacen emerger inusitadas formas de solidaridad, valentía, autodominio, respeto, orden y confianza, que son la base de la única respuesta eficaz contra ellos: la resiliencia, la capacidad de no sucumbir, de no desmoronarse, de seguir adelante sin caer rehén de las pretensiones —racionales o irracionales— de los perpetradores.

 

Eso fue lo que muchos vivimos en el aeropuerto internacional de Fort Lauderdale, en Florida (Estados Unidos), el pasado viernes 6 de enero.  Lo que prometía ser la tediosa jornada de culminación de un viaje de vacaciones, acabó siendo una confrontación directa con una realidad que, durante muchos años, he tenido ocasión de analizar y explicar en las aulas universitarias pero que, hasta entonces, no había experimentado sino de forma relativamente indirecta.

 

Al salir de la terminal 1 en el bus transbordador, pasamos por la terminal 2 y ya había signos de que algo ocurría.  La presencia de varios coches de policía a la entrada de los edificios, sin embargo, no hacía suponer que allí había empezado a tejerse la trama de una historia que truncaría los planes inmediatos de miles de personas, y que por lo menos a 5 de ellas, iba a costar la vida misma.

 

Tras registrarnos en el mostrador de Avianca y facturar el equipaje, pasamos por el puesto de control de ingreso a las puertas de embarque de la terminal 4 según los procedimientos usuales: las advertencias sobre el transporte de líquidos, el tedioso proceso de quitarse el cinturón y los zapatos, sacar el computador portátil, pasar por la máquina y luego, recoger los bártulos y volver a componerse.  Ninguna medida de control adicional, ningún protocolo extraordinario.

 

Fue en el restaurante cubano, después de almorzar, donde tuvimos noticia del tiroteo.  "A propósito", dijo Jerry, el mesero, al traernos la cuenta, “hubo un atentado en la T2, así que traten de no ir por allá… Igual, la policía no los va a dejar pasar”.  Así, como si nada.  Como si la T2 fuera otro planeta y la distancia, la corta distancia que nos separaba, garantizara nuestra invulnerabilidad.  (Pienso ahora que así sucede con mucha frecuencia: pensamos que la tragedia de otros, simplemente, no nos puede pasar.  Hasta que un día cualquiera, la tragedia nos roza, o aún peor, se ensaña con nosotros).

 

En la puerta G14 la normalidad era absoluta.  Yo terminaba de escribir mi columna dominical para este diario, “Un año demasiado ruidoso”.  De repente, vino el ruido.  Un estruendo que muchos tomamos como una explosión o unos disparos, y que —según supe luego— fue en realidad el eco de la estampida humana que se produjo en el puesto de control cuando unos oficiales dieron, sin mayor noticia ni coordinación, la orden de evacuar.  En cuestión de segundos la estampida había llegado hasta el extremo del edificio.  Todos al suelo o buscando parapeto en el nicho que formaban dos vigas en una pared.  Maletas abandonadas.  Celulares, pasabordos y pasaportes en el suelo.  Sandalias que habrían evocado, en otro contexto, la suerte de Cenicienta.  El café regado con afán en la mesa, al lado del computador donde la navegación quedaba interrumpida.

 

Nos evacuaron a la pista.  Un adolescente lloraba y golpeaba con el puño el pavimento, mientras su hermano intentaba en vano calmarlo.  Nadie sabía nada (¿por qué habría alguien de saber algo en esas circunstancias?).  Un nuevo momento de pánico se vivió cuando uno de los carros que llevan el equipaje se aproximó veloz a la zona de la pista donde estábamos.  Venía a ayudar.  Pero el miedo hace ver más miedo.  Salimos despavoridos ante el temor de que fuera a arremeter contra nosotros.

 

Pasaron horas sin término hasta que, hacia las 10 de la noche nos hicieron entrar de nuevo a la terminal.  En fila india, en silencio, contemplando el silencio el panorama desolador de lo que casi parecía una naturaleza muerta.  A partir de las 10 nos fueron llevando a la estación de Port Everglades, donde podríamos pasar la noche o tomar rumbo a otro lado.  Un bus de la oficina del sheriff, sin ventanas, nos condujo hasta allá desde el aeropuerto.  A las 2 de la madrugada logramos encontrar un hotel dónde tratar de descansar.

¿Somos por esto acaso sobrevivientes?  En realidad, en la T4 no pasó nada.  O pasó todo.  Todo lo que ocurre cuando la violencia libera las fuerzas del miedo, incluso cuando no actúa directamente, sino como mera noticia.  Lo bueno:  la capacidad de respetar las reglas, de hacer espacio para el otro, de darle prioridad a quienes estaban en mayor necesidad.  Lo malo:  la sensación de desamparo; perder por esas horas horribles (aunque ilesas) la capacidad de pensar el futuro, el deslizarse por el abismo de la incertidumbre.  En cualquier caso, pensar, por un momento al menos, en los millones de hombres y mujeres en el mundo para quienes todos los días son como ese día que vivimos en la T4 del aeropuerto internacional de Fort Lauderdale, donde en realidad no pasó nada.  Pero pasó todo.